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un vibrante relato del Capitán Daniel Molina Carranza en homenaje a los marinos mercante y pescadores que murieron en Malvinas.
El Pescador
«No hay quien pueda, no hay quien pueda con la gente marinera, marinera, pescadora no hay quien pueda por ahora».
Estribillo de una vieja canción marinera española.
(Por Daniel Molina Carranza). Conocí a Miguel Velasco y a Ángel García, dos españoles, marineros y pescadores, a bordo del que fue el primer buque pesquero en que navegué. Hijos de las cálidas riberas murcianas, del Puerto de Mazarrón, donde la costa acantilada y las caletas abrigan bellas playas bañadas por el Mediterráneo, cuna de pescadores y gente de mar desde la época de fenicios y romanos.
Miguel era una persona de gran contextura, la cual parecía incrementarse cuando usaba la ropa de agua, su piel mediterránea curtida por el sol, se enmarcaba en un cuadro definido por una abundante cabellera entrecana, que contrastaba con su edad, dado que cuando nos conocimos aún no había cumplido los cuarenta. Los tripulantes lo obedecían por su firme carácter, sus conocimientos profesionales y decisiones acertadas, características que lo habilitaban para cubrir las tareas de primer pescador.
Angel era diferente, no tenía la fortaleza de Miguel, más pequeño de tamaño, de cabello rizado y gruesas cejas. Si bien trabajaba en cubierta, su lugar preferido era la cocina, ocupándose del servicio de cámara. La inclemencia del mar lo hacía padecer, pero lo soportaba estoicamente, esforzándose por equipararse a sus compañeros de trabajo. Por su bonhomía y carácter jovial era querido por toda la tripulación. Su personalidad era el rasgo por la cual todos lo apreciaban
Yo provenía de la marina mercante, era muy joven y me había desempeñado en barcos petroleros y cargueros como primer oficial, pero por razones de edad y experiencia nunca había comandado uno. Esta iba a ser mi primera experiencia como capitán de un barco. Había decidido dedicarme a la pesca por el amor al dinero más que por vocación.
¡Ay marinero! ¡Ay marinero! porque te hiciste pescador? La ambición del dinero me atrapó como un arpón.
La actividad pesquera era dura, difícil de sobrellevar, un tipo de vida a la cual me costaría acostumbrarme, o quizá no lo haría nunca. Para quienes compartían las mareas conmigo era algo natural, pero ellos habían nacido para ser pescadores y era la razón de su vida.
El pescador no descansa nunca para poderse alimentar, hoy carece de pescado, luego de sal, no sé yo la causa de esto, sino se de aguantar.
Izábamos en el barco la bandera española, pero sabíamos que los armadores lo darían de baja en la matrícula de España y que ostentaríamos la bandera argentina, porque a los dueños les convenía dicho cambio dado la riqueza ictícola de estas aguas. Eso significaba un cambio en la reglamentación y modificaba las condiciones laborales de la tripulación.
Los marineros perderían los beneficios de su país y la antigüedad en la compañía, pero aun así los tripulantes de la Península Ibérica habían decidido quedarse con nosotros, salvo alguna excepción. Digo peninsulares y no uso el término españoles, porque en todo barco que se precie hay algún portugués. La gente decidió quedarse porque ya eran parte del barco.
Una tradición náutica del siglo XVIII y XIX establecía que el Capitán “era el barco”, pero en el pesquero aprendí que en realidad la gente de cubierta lo era.
De día, de noche, con buen o mal tiempo, guarecidos tras sus capas de loneta, aguantando los golpes de mar, mientras las olas barrían la cubierta, largaban o viraban redes, recogían en el pozo el producto de la captura, para que el personal de la planta lo procesara. Luego reparaban y cosían las redes para salvar sus roturas y ni bien estaban listas las arrojaban nuevamente al mar. En esas tareas siempre había un motivo para la broma y el canto.
Disfrutaba de esos momentos y me deleitaba escuchando sus canciones y cuando había un oficial que me pudiera suplir en el puente de mando trataba de quedarme en cubierta trabajando con ellos. Una vez llegados a puerto éramos un grupo bullanguero y alegre que rondaba por los bares
Mala suerte acostarse con fenicias, yo me acosté con una en Cádiz bellísima, zapatos verdes, cabellera rojiza, piel muy suave, piel de tiza.
Cuando en la mar, los marineros de cubierta podían tomarse un respiro, bajaban a la planta de proceso a ayudar a los operarios, a quienes sorprendían por la eficiencia que mostraban y por la calidad de su trabajo. No tenían reparo en meterse al pozo con pescado hasta el cuello, ni temían a las hojas de sierra cuando el buque rolaba empujándolos peligrosamente hacia ellas.
Si en la planta el nivel de agua era mucho, sin necesidad de directivas encendían los achiques y cuidaban a los inexpertos operarios de planta que hacían su primer viaje y los llamaban “pasajeros”. Aprendiendo el oficio había veces que yo me sentía como lpasajero, un invasor en un mundo que tenía dueños.
Los marineros pescadores españoles observaban atentos cómo yo actuaba en las maniobras. Me estaban juzgando, querían saber si era merecedor de su respeto, por algo más que ostentar un título. Esa sensación de estar siempre bajo observación, analizado y calificado me obligaba a aceptar el mayor desafío, ser uno más de ellos.
Al llegar a la Patagonia Argentina, finalmente cambiamos de bandera y habilitamos la tripulación de acuerdo con las leyes locales. En el nuevo listado de tripulación, Miguel se registraría como primer pescador y Ángel como cocinero.
Ambas funciones son fundamentales en un barco de este tipo, el primer pescador debe asegurar que todo funcione bien durante la delicada maniobra de largar y virar las maniobras de pesca, conducir a la marinería de cubierta y mantener las redes en condiciones.
El cocinero debe garantizar una tripulación contenta y bien alimentada, listos a toda hora para el trabajo duro. Un buen cocinero se siente orgulloso cuando ve a la marinería devorando con avidez y fruición el alimento que él ha preparado. La comida debe estar caliente en todo momento aun fuera de los horarios normales de cocina. Durante la noche los refuerzos deben estar disponibles, teniendo en cuenta que a bordo se trabaja las veinticuatro horas. Para eso Ángel tenía un ayudante de cocina y un ranchero, a quienes conducía con mano firme. Pero nadie lo igualaba en la preparación de sus arrossejat y los suquet de morralla aprovechando la pesca del día. También le tocaba administrar la bebida que por cierto era mucha, por convenio laboral español para la marinería correspondía un litro de vino diario.
Cuando al marinero le dan de beber, o esta jodido o lo van a joder.
En Bahía Gregorio, costa de la Provincia de Chubut mediante una maniobra muy expuesta y peligrosa, salvamos a la tripulación de otro pesquero, y también al barco que tripulaban que estaba encallado en las rocas. La gente del barco siniestrado había perdido la cordura, a punto tal que algunos se tiraban al agua sin saber que su destino sería la muerte. La corriente de bajante tiraba con fuerza hacia afuera de la Bahía a mar abierto.
Lo importante no fue el dinero que ganamos por salvar el barco y su carga, lo trascendente fue que no hubo que lamentar muertos. El dinero nos vino bien. Cuando llevamos el barco a Buenos Aires, Miguel y Ángel se compraron dos elegantes gamulanes con cuello de piel.
La buena acción si se acompaña de buena paga, mucho mejor.
Con el correr del tiempo, se afianzó mi amistad con los hermanos. Una agradable tarde, cuando la actividad había finalizado, nos sentamos los tres sobre unos carreteles de madera de los que se usan para enrollar los cables y que se dejan en cubierta. Miguel comenzó a hablarme de su mujer que estaba esperándole en España, en el puerto de Mazarrón. Ángel, con expresión de tristeza y melancolía me dio a entender que lo que fue felicidad para uno, fue frustración para el otro. Ambos se habían enamorado de la misma mujer y ella debió elegir. El perdedor tragó amargo, pero nunca guardó rencor o envidia hacia su hermano ni a su bella mujer. Aceptó la forma como rodaron los dados en el paño de la vida, con resignación.
La españolita era quizás una de las mujeres más hermosas del puerto de Mazarrón y todos los marinos la ambicionaban. Se llamaba María del Pilar y le decían La Pilarica.
Después de un año de no ver tierra, me fui al puerto donde se hallaba la que adoraba mi corazón….
Miguel la describió cantando:
¡Cuando en la playa la bella Pili moviéndose va, los marineros se vuelven locos y hasta el piloto pierde el compás, Ay que placer sentía yo cuando se sacó el pañuelo y me saludó!,
Luego después, se acercó a mí, me dio un abrazo y en aquel lazo creí morir.
Fue esta historia el máximo acercamiento que me permitieron los dos pescadores a sus vidas privadas. El resto de mi curiosidad debí cubrirlo con imaginación.
Pasó el tiempo y a fines de 1981 me ofrecieron desembarcar por un tiempo para reemplazar al capitán de armamento. Si bien la paga era buena, constituía un monto fijo y no el producto de mi fortuna en el mar con la pesca. De todo modo la propuesta fue atractiva, dado que a mí también me había tocado el momento de enamorarme y para mi desventura, mi amada también era tripulante, pero de una aeronave, no de un barco, así que el poder encontrarnos en mis entradas a puerto más tenía que ver con la buena suerte que con nuestras intenciones.
Tomada la decisión de cambiar por un tiempo de vida, en la próxima entrada a puerto armé mi equipaje, que no era mucho, me despedí de mi gente y desembarqué. Mi hubiera gustado poder darles un abrazo a Miguel y a Angel porque los apreciaba, pero para ellos no estaba bien visto esa familiaridad entre marinos de diferente rango, así que lo deseché y nos apretamos muy fuerte las manos.
Después siempre me las arreglaba para estar en Puerto cuando arribaba el que había sido mi barco. Era entonces cuando Ángel me invitaba a comer a la camareta de maestranza junto a Miguel y otros compañeros de a bordo. Ese día el suquet de morhala se hacía con los mejores pescados que habían caído al pozo de pesca durante el viaje y que celosamente habían congelado o salado para mantenerlos comestibles. Si bien la paella era cosa de valencianos, con la verdura fresca que llegaba con las provisiones era muy común que se preparara alguna de las tantas variantes españolas, rebosante de mariscos. También las merluzas australes iban a terminar cocidas a la espalda o a la sal. Un verdadero festín. Aquel refrán: de la mar el mero y de la tierra el carnero, no se cumplía en estas latitudes sureñas, donde competían la centolla y los langostinos con las merluzas negras y los bacalaos australes.
Y así, entre pesca y puertos llegó el 2 de abril, fecha de la recuperación de las Islas Malvinas.
Esos días se respiraba un ambiente triunfalista y eran comunes los festejos. En la mentalidad de muchos argentinos sentíamos que habíamos recuperado parte de nuestra historia e identidad, y no había quien no quisiera estar en las islas, pero pocos eran los llamados. Yo fui uno de los desafortunados que no pudieron ir pese a haberme presentado como voluntario.
Pero si lo hizo el pesquero en el cual estaban embarcados Ángel y Miguel, con la finalidad de usarlo como cobertura en superficie de los submarinos que iban a patrullar las islas. El dueño de la empresa aceptó el pedido de la Armada. Reunimos a la tripulación y les informamos que iban a navegar en aguas que los ingleses habían restringido a los barcos argentinos y que existían riesgos importantes de ser hundidos por más de que no estuvieran armados. Su sola presencia podría ser causa del ataque de los ingleses. Quienes no quisieran seguir a bordo estaban en su derecho de desembarcar, con mayor razón los extranjeros. Además de Angel y Miguel, a bordo prestaban servicio, un japonés, un ruso y un portugués.
Me emocionó que los tripulantes del pesquero, desde el capitán hasta el último engrasador, fueran o no argentinos decidieran seguir a bordo. Yo pensaba que era lógico que los argentinos jugaran esa patriada, pero para los extranjeros esta guerra les era ajena, y me costaba entender que, para ellos, ese era su barco y no lo abandonarían.
Zarparon veintiséis bravos marinos y un oficial de la Armada que era quien conocía la misión militar. Lo hicieron en la marea de la noche. Yo estaba en el muelle despidiéndolos. En la borda de la cubierta de pesca vislumbré la silueta de mis dos amigos españoles, recortada en la penumbra del puerto.
Miguel me gritó: no se preocupe Capi, todo va a andar bien. Yo sentía la angustia del mal presentimiento, pero no podía ni debía transmitirla. Así qué a gritos, les dije: al regreso asado de cordero y pasajes para España, que allá los extrañan ¡Que así sea y gracias capi!, fue lo último que escuché cuando el barco como una sombra se apartaba del muelle pivoteando con la corriente de marea y apuntando a la boca de la ría. Dos lagrimones corrieron por mi mejilla y recé por todos ellos.
Finalizaba mayo cuando el pesquero fue detectado a cincuenta millas de la capital de las islas por dos aviones ingleses. Como no lo reconocieron como buque propio, sin más procedieron a ametrallarlo. Al menos doscientos tiros atravesaron la chapa del pesquero que indefenso no podía repeler el ataque.
Dado que los aviones portaban bombas y debían desprenderse de ellas para poder aterrizar en su portaaviones base, decidieron que el pesquero era un buen blanco para ese objetivo y las lanzaron sobre nuestra infortunada nave. La primera erró el blanco y se hundió en el mar sin explotar. La segunda estalló en las proximidades y destrozó la banda de babor del pesquero y parte de la cubierta de pesca donde estaba Miguel.
A bordo todo era humo y confusión, recogían a los heridos que estaban en los camarotes de babor y tardaron en darse cuenta de que Miguel estaba tirado en cubierta con su cuerpo casi irreconocible por el destrozo provocado por la explosión. A Ángel el ataque lo había sorprendido en la cocina, y pensando en su hermano Miguel corrió desesperado a abrazarlo con la esperanza de encontrarlo vivo, pero ya era tarde. Y así abrazado fue encontrado por los infantes de marina ingleses que habían embarcado en el pesquero desde helicópteros.
El buque se hundía y era perentorio recoger a los sobrevivientes vía aérea porque las balsas salvavidas habían sido destruidas en el ataque de los aviones. A los ingleses que habían abordado el pesquero, les costó desprender a Ángel del cuerpo de Miguel, romper ese abrazo de despedida interminable. Finalmente lograron embarcarlo en el helicóptero y los restos de Miguel se hundieron con el barco.
Desde la aeronave, Ángel miraba con tristeza y dolor, como se hundía su barco y arrastraba los restos de su hermano. Los trasladaron a un buque transporte donde permanecieron cautivos hasta que finalizó la guerra.
Repatriados en un buque hospital, llegaron días después de la derrota a puerto en la Patagonia, donde los fui a esperar para hacerme cargo de enviar a los argentinos a sus hogares, y al cocinero le preparé el viaje a España. Lo acompañé en silencio al aeropuerto de Ezeiza. Ángel me relató la historia del hundimiento entre sollozos, y yo no pregunté más de lo que quiso contar. Llegado el momento nos despedimos, supe que no iba a regresar, algo se había roto en su alma.
Cuando llegó a su pueblo, lo primero que hizo Ángel fue buscar a la Pilar quien ya estaba enterada de la pérdida de su marido. La encontró en la playa. La Pilarica no fue a él a quien vio, sino a Miguel y con los brazos abiertos corrió desesperadamente a fundirse en un abrazo con su amor.
La españolita se sintió sola y quiso morir.
No llores Pili, no llores no
Que no estás sola y en la mar no te has de ahogar
Que Miguel del cielo tú alma va a cuidar